Harding Meyer |
Empezaba temprano su tarea, apenas la luz acariciaba el cristal del estudio.
Hacía días que estaba trabajando en un nuevo encargo, pero por mucho empeño que pusiera, el lienzo no resultaba de su agrado.
Un hombre acaudalado le encargó, meses atrás, el retrato de su mujer. El artista ya había realizado los estudios previos, con ella de modelo. Durante esos días, él había tomado varios bocetos de su rostro, de sus manos, de cómo el ropaje caía por su esbelto cuerpo.
Se había fijado en que ella tenía una bonita sonrisa, unos labios...para besar. Los ojos de la mujer, joven pero madura, eran bonitos y también escondían una extraña tristeza, una profunda melancolía. La modelo sonreía mientras el artista tomaba apuntes, pero sus ojos...
De esas sesiones habían pasado ya semanas, ahora faltaba acabar el cuadro, pero el artista no lograba reflejar el alma que había en ella.
Se ofuscaba, sabía que sus colores no se correspondían con la esencia de aquella criatura. Se volvía loco, quería ser lo más fiel posible a la realidad.
Llamó a su cliente y le pidió una última sesión con su esposa, aludiendo ciertos problemas en determinados detalles que había pasado por alto. El señor acaudalado, a regañadientes, accedió, no sin antes dejar claro que, o acababa por fin el trabajo, o se olvidara del encargo.
Ella apareció como siempre: con esa mezcla de encanto y timidez, envuelta en un aura que él no lograba descifrar.
- Pensaba que ya habíamos acabado con las sesiones de pintura al natural -dijo ella.
- Faltan unos detalles -respondió el artista.
- No entiendo. Creí que ya tenía suficientes bocetos, ¿qué más quiere?
- Mire, la verdad, no logro fijar su esencia en el cuadro.
- ¿Cómo dice? ¡Mi esencia! Oiga, usted pínteme, sólo eso -es cuanto respondió ella, con risa nerviosa. Y se sentó para que él acabara el trabajo.
- No se ría. Sí, su esencia, su yo verdadero... Es lo que quiero captar.
- ¿Usted quiere mi....alma?
- Sí -respondió tajante el artista.
La mujer se mostró inquieta y a la vez sintió curiosidad. El artista percibió aquella intranquilidad y sonrió maliciosamente. Empezó a pintar. La miraba con ansia. Quería que fuera suya, ella sería su obra maestra. Se acercó a ella, le rozó el hombro. Ella sintió un escalofrío. El artista continuó, le acarició la mejilla, ella se apartó ruborizada. Acarició sus labios, casi a punto de besarla, pero no lo hizo. El artista volvió al lienzo y empezó a pintar enérgicamente, mientras su modelo continuaba ruborizada y esperando más. Vió sus ojos, miró sus labios, por fin había captado su esencia. Aquella bella criatura era todo dulzura y sensibilidad, tornándose cada vez más sensual.
Acabó el cuadro. La miró fijamente y ella a su vez lo miró con deseo, un deseo que hacía tiempo creía olvidado. Se amaron todo el día, como se aman dos enamorados, con locura, sin mesura.
A la mañana siguiente, el hombre acaudalado fue a reclamar su encargo y a preguntar por su mujer al artista. Entró en el estudio. Allí estaba ella, con una sonrisa en sus preciosos labios y un poso de nostalgia en la mirada. Era perfecta, un cuadro perfecto.
Pero ni rastro de su mujer ni del artista. Ellos estaban lejos, con los bolsillos vacíos, pero él llevaba de la mano a su obra maestra, una mujer con los ojos sonrientes como nunca y un beso en los labios. Ella llevaba en su mano, por fin, al hombre de su vida.